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¿Y si tu proveedor sostiene el látigo?

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Lo sospechábamos, pero ahora es real. Desde la perspectiva ética de la Torah, las decisiones económicas definen más que una estrategia comercial, definen el alma de una persona, de un país y de una generación.


Mientras escribo estas líneas, Amnistía Internacional acaba de emitir un informe lapidario: China ha sido nombrada “verdugo líder” en ejecuciones y persecuciones religiosas. No es una acusación cualquiera. Es una sentencia moral. Y es también una interpelación directa a cada empresario, a cada político, a cada organización religiosa o académica que sigue firmando acuerdos con un régimen que encarcela la fe, ejecuta a los disidentes y monitorea las conciencias con precisión algorítmica.


Desde los campos de reeducación en Xinjiang —donde cristianos e incluso musulmanes son sometidos a torturas, esterilizaciones forzadas y trabajos esclavos—, hasta la represión sistemática de cualquier comunidad que no encaje en el molde del Partido Comunista, el modelo chino no solo es autoritario: es profundamente idolátrico. Porque convierte al Estado en dios, y a sus líderes en profetas incuestionables.

La Torá nos ordena:


“No pondrás tropiezo delante del ciego” (Vaikrá 19:14).


¿Y qué es hacer negocios con quien pisotea la libertad, sino colocar tropiezo tras tropiezo a naciones enteras, cegadas por la promesa de progreso?


Muchos nos dirán que no se puede vivir sin China. Que el mundo moderno depende de su producción, sus minerales, su tecnología. Que sería un suicidio económico prescindir de sus fábricas, de su acero, de su microchip. Pero yo pregunto: ¿es legítimo sostener el bienestar de nuestros hogares sobre las espaldas de quienes no pueden orar en los suyos? ¿Es progreso importar lo último en innovación mientras exportamos nuestra indiferencia moral?


Nuestra tradición enseña que el comercio no es neutral: puede ser mitzvá o puede ser averá. Un contrato no solo une dos cuentas bancarias. Une dos visiones del mundo. Y quien firma con dictadores, válida su sistema.


AniAmi —como comunidad de Yehudim y Justos de las naciones— no puede quedarse callada. No podemos rezar por la paz de Jerusalén y al mismo tiempo financiar la maquinaria de Pekín. No podemos pedir redención mientras toleramos la opresión ajena. Nuestra ética no es un adorno. Es el eje.


Esto no es un llamado al boicot sin inteligencia, ni a la demonización de un pueblo. Es un llamado a la consistencia. A la honestidad espiritual. A revisar nuestras cadenas de suministro, nuestros socios estratégicos, nuestros discursos públicos.


Porque si el mundo sigue premiando a los verdugos con tratados, alianzas, y cumbres diplomáticas, entonces no serán ellos los únicos en tener las manos manchadas.


Y como dijo el profeta:


“Porque de Sión saldrá la Torá, y de Jerusalén la palabra de Hashem” (Yeshayahu 2:3).


Es tiempo de que esa palabra vuelva a sacudir conciencias, también en los negocios. Compremos cada vez menos de China y enviémosle un mensaje: nuestros valores no están en venta y si tu precio es la conciencia, no lo pagaremos. Es hora de redimir también la economía porque, como han dicho nuestros sabios: el sustento que proviene de la injusticia, es pan de vergüenza, pero el pan ganado, con rectitud, es bendición perdurable que no avergüenza. El argumento de que los chinos venden barato no justifica que apoyemos sus crímenes, especialmente contra las minorías cristianas perseguidas por Pekín.


La trampa del precio: ¿Por qué China vende barato?


Muchos justifican su dependencia comercial con China diciendo: “Es que allá es más barato”. Pero detrás de ese precio hay una verdad incómoda que pocos quieren mirar de frente y que se resume en el dicho popular: "lo barato sale caro". No nos engañemos: China vende barato porque explota a su gente.


El bajo costo de producción no es magia ni eficiencia pura: es el resultado de una maquinaria diseñada para controlar salarios, silenciar protestas, y convertir seres humanos en engranajes obedientes de una economía sin alma. Los trabajadores no tienen derecho a sindicalizarse libremente, los horarios laborales violan estándares internacionales, y en muchos casos, las condiciones bordean el trabajo forzado.


En regiones como Xinjiang, el régimen ha trasladado poblaciones enteras a fábricas de “reeducación” donde los cristianos chinos y otras minorías— trabajan bajo vigilancia, amenazas y sin poder negarse. Es allí donde se tejen telas, se ensamblan dispositivos electrónicos y se producen bienes que luego inundan nuestros mercados.


¿Ese es el precio que estamos dispuestos a pagar por “ahorrar”? ¿Es ese el tipo de economía que queremos respaldar?


Al comprar barato lo que fue producido con vidas encadenadas, no estamos ahorrando: estamos pagando con nuestra ética, estamos hipotecando nuestra dignidad.


Porque cuando la justicia es eliminada del proceso de producción, cada producto deja de ser un bien… y se convierte en una deuda moral. Sé que la eco olía de muchos es limitada. Pero si nos proponemos comprar solo primero de los nuestros, de los ajos nacionales y nuestro arroz cercano, no el casi sintético de los chinos, estaremos enviando un mensaje a Pekín: "No al precio de la esclavitud". Detrás de ese rostro, hay sangre de jóvenes derramada, abusos biológicos, y reeducación ideológica que destruye familias, hogares y generaciones. ¡Comprarle a China y hacer negocio con China es endosar la muerte y premiar el asesinato de nuestros propios hermanos en la fe!

1 comentario


Estoy de acuerdo con usted,querido Rav,yo tambien he decidido no comprar cosas chinas, para apoyar los productos de mi país.Shalom, HaShem lo bendiga grandemente y a su familia.

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